Las nuevas tecnologías y la ciencia está transformando el
modo en que nos enfrentamos a nuestro final y al de nuestros seres queridos.
Cualquiera que sea la forma de inmortalidad que nos depare
el futuro —holograma o avatar, curación o clonación—, hay una de la que ya
disponemos hoy, en este
mismísimo Día de Todos los Santos: la permanencia en las redes sociales,
una forma de vida virtual después de la muerte que seguramente deje al muerto
tan frío como estaba, pero de algún modo deposita una copia suya en la nube
para consuelo de sus allegados, o al menos de sus amigos en Facebook. Nos guste
o no, esta es la manera de morirse en los albores del tercer milenio, y faltar
a ella empieza a parecer tan desconsiderado como ponerse una corbata roja en un
entierro.
Por mentira que parezca, Facebook todavía no ha cumplido un
decenio, pero ya se le han muerto 30 millones de usuarios, siguiendo esa
fatídica costumbre que tenemos todas las cosas biológicas en este valle de
lágrimas. Ese es por tanto el número de almas que andan penando por el lado
oscuro de la red social de Mark Zuckerberg. Es como un Shanghái y medio de
espectros digitales fotando por el hiperespacio —la ciudad más poblada del otro
mundo—, y sus efectos se están dejando notar en este.
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